sábado, 9 de agosto de 2014

Había una vez.

Había una vez... ¿Así empiezan los cuentos, no? Este no será la excepción. 
Había una vez una niña frágil. Sentía que estaba sola en el mundo; pues nunca aprendió a convivir ni a salir a jugar a la banqueta, como la mayoría de las niñas de siete años hacían. Era una joya, era una niña preciosa, de ese tipo de persona que te roba el corazón desde el primer instante. No era rubia, tenía el cabello de un negro tan oscuro que hacía resaltar su bella y fría piel blanca. Sus ojos no eran azules o verdes, eran de un color muy distinguido: grises. Era como la nieve, fría y hermosa. Cada palabra que salía de ella, así como cada sonrisa, hacía al mundo mejor, hacía su mundo mejor, ya que así no se sentía tan sola. Hablaba con el espejo porque no había nadie a su alrededor. 
 Pero un día, cuando esta niñita preciosa creció, conoció a un muchacho que también se sentía solo, y que también hablaba solo frente a su espejo. Pronto se enamoraron, crecieron juntos, vivieron juntos. Tenían inseguridades y miedos, como todos nosotros; pero juntos las enfrentaron. Prometieron estar siempre juntos, prometieron ser felices juntos.
 ¿Y qué pasó? El muchacho mintió. A partir de ahí, la gran tristeza cayó en ojos de la bella muchacha. Lloraba sin cesar noche tras noche; pero sonreía al despertar. Era la misma persona, pero algo había cambiado en ella: aprendió a amar, y a desconfiar de los demás. Aprendió también que nadie puede romperle el corazón porque ella vale más que eso. Se dió cuenta de que no estaba sola, de que ella era más fuerte de lo que todos pensaban, así que siguió sonriendo. Y valla sonrisa... podía enamorar a cualquiera. Pero, ¿y a dónde se fueron todas esas promesas? Nada se olvida, los recuerdos se van acumulando. Nunca se sabe cuando estamos creando recuerdos.
 Había una vez...

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