domingo, 30 de diciembre de 2018

Me consumiste.

No había nadie más ahí.


Solo nuestros ojos contemplándose, entre la luz opaca de la luna, entre fríos matices.


Los corazones unidos en frenesí, latiendo imparables en el acto, siendo testigos de la pasión contenida en aquél instante.


Te miraba.


Tus pupilas se extendían, consumiendo todo rastro de color, volviéndote peligroso y ansioso por llenar todo el espacio entre nosotros, mientras te observaba inmóvil, probando tu calma, con todas esas ganas de tenerme, poseerme.


Pero mantenías tu mirada en la mía. No declinabas. Soportabas mi intensidad, eso me gustó de ti desde el primer roce. Me tenías al punto de perder la cordura, acorralada ante la fuerza con que caías en mis ojos.


Las agitadas respiraciones nos recordaban vivos, por más que intentábamos detener todo lo que no éramos tu y yo en la oscura velada que nos cubría... escondía, quizás.


Te sentía tan cerca que deseé librarme. Me consumías entera. Te sentía sofocante y no podía estar consciente de lo que hacía mientras estuvieses tan inmediato a mí. Siempre me hacías perder la razón.


Me entregué a tu iris, lentamente me sumé a tus ojos y tus pupilas dejaron de abarcarlo todo. El ímpetu fue mayor cuando cedí la mirada. Vi tus colores, aparecieron de nuevo y me invadieron el aura. Sentía hervir la sangre mientras contenía el aliento.


Y pasó.


Te desplomaste sobre mí. Me abatiste en besos. Nos devoramos aquél invierno, acabamos el juego.


Dos almas abrazándose.


Dos corazones leyéndose.

Descanso.

En el naranja del atardecer solté mi alma, cansada de tanta travesía. En el rojo deposité mis anhelos, mis latidos, mi fuerza. Me entregué a la inconsciencia. Me dejé ir, volando entre nubes, despojada de vida, liberada de inquietudes.


Me fui lentamente desprendiendo mi espíritu de cualquier pensamiento. Desvanecí los contornos de lo que aún podía ver, y perdí noción de mi existencia.

Nada importaba. Todo carecía de sentido mientras poco a poco me soltaba en mi último camino.


Sin conocer el destino, supe que pertenecía a esa extraña parte de la creación. No cuestioné, no grité, no me opuse. Simplemente dejé que el viento se llevara los restos de lo que un día me constituyó.


Al ver hacia abajo, fui testigo de cómo mi alma desechaba pedazos de mi ropa, de piel, de todo lo que no fuera etéreo.


Puedo decir que me sentí libre.


He llegado.