Todo parecía tener valor entre sueños, mientras los
pensamientos saltaban inconsistentes entre bruma nebulosa; cuando no había alma
despierta que fuese testigo de sus actos. El tiempo fluía dejándola sentir que
le pertenecía. Cuando finalmente despertaba, solía estirarse queriendo alcanzar
el sol, para adaptar su vista a la misma atmósfera que dejó antes de cerrar los
ojos la noche anterior.
Mientras
todos se creían dormidos con el mundo apagado, ella y yo solíamos despertar
para tenernos, incluso sin consciencia absoluta de ello.
Toda ella era brillo, del que
expiden las estrellas más viejas en el invierno que parece interminable, de esa
clase de resplandor que solloza el sol cuando está por postrársenos… Ella era
el arte que le da sentido a todo, o más bien, quiero decir; la obra de arte por
la que podría desperdiciar mis mañanas para tan solo apreciarla a la lejanía. Sus
rayos, un tanto débiles para los pobres de espíritu, lo abrasaban todo en mi
mente. Éramos juntos, a las 5 a.m.; y ella no conocía la intimidad que nos
envolvía. Me bastaba sentirla conmigo.
Me
abatía que no fuese capaz de cruzar del lado de un ventanal al otro, era
difícil para mí comprender aquella realidad, por lo que después de un rato de
tenerla entre las pupilas de mis ojos solía sentir impotencia. Aún así, mi
espíritu permanecía.
Yo
observaba inmóvil desde un punto que prefiero no mencionar, para quedarme con
uno que otro secreto. Sólo diré que disfrutaba su vista; verla tan vívida,
jugando a ser y no ser, envolviéndose entre el amanecer y el sonido de los
pajarillos que ansiosos, buscaban comida. Pura supervivencia. ¿Qué nos hace
etéreos?
No
debería interrumpir así mis ideas. Debo observarla, quiero sentir su presencia
inundándome los sentidos y llevándose mi aliento, cobrando vida desde su habitación hasta mi
insignificante halo de luz.
A veces
quisiera que abriera la larga cortina que llega hasta el suelo de su aperlado
piso; para darse un tiempo y asegurarse que nadie la está viendo; pero aquí estoy.
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